viernes, 22 de mayo de 2009

PROUST EN TURMERO


ARTURO USLAR PIETRI (Diario El Nacional, Caracas)

Siendo yo muy joven, visité algunas veces la hacienda Guayabita, en los valles de Aragua. Era un inmenso fundo agrícola que se extendía desde la fila de la Cordillera de la Costa hasta las calles del pequeño pueblo de Turmero. La atravesaban dos ríos y estaba cubierta de selvas con venados y pumas, y de plantaciones de cacao, de caña de azúcar y de café.

La había adquirido, por los años ochenta y tantos, el general Antonio Guzmán Blanco, que andaba entonces por su segunda Presidencia. Muerto el ex Presidente había pasado a ser de sus hijos, quienes vivían en Francia, y venían ocasionalmente en breves visitas de inspección de sus vastos haberes que habían quedado en manos de administradores.

Guzmán Blanco había sido un típico afrancesado del siglo XIX. Su primera visita a Francia la había hecho, recién salido de la Guerra Federal, en tiempos de Napoleón III. La pompa y el estilo aparatoso del París del Segundo Imperio, lo habían impresionado profundamente. Desde los uniformes hasta los conceptos políticos, desde el aire cesáreo hasta el culto del progreso material fueron en él un trasunto del estilo del fallido imperio liberal. Educó a sus hijos en Francia, en un mundo de alta sociedad y riqueza, dos de sus hijas casaron con miembros de la nobleza, una con el Marqués de Noé, de viejo linaje legitimista, y otra, nada menos que con el Duque de Morny, hijo mayor y heredero del fabuloso medio hermano de Napoleón III, que llenó las crónicas mundanas de su tiempo con sus astucias políticas, sus triunfos financieros y sus aventuras galantes. Su ostentosa dispendiosidad y sus maneras de gran señor improvisado las retrató Alfonse Daudet en el personaje caricatural de su novela El Nabab.

Esta situación y sus largas permanencias en París abrieron a Guzmán y a sus hijos los salones de la aristocracia y de los banqueros. Pertenecieron por entero al mundo dorado de la belle époque, se codearon con los más resplandecientes nombres y figuras de ese tiempo de esplendor crepuscular, desde el Príncipe de Sagán hasta el Boni de Castellane del matrimonio con la millonaria Gould y el palacio de mármol rosado en la —196→ Avenida del Bosque, desde los «salonnards» más famosos hasta los artistas y los actores más cotizados. La casa de la rue Laperouse hizo mucho tiempo figura de palacete de príncipe exótico exiliado.

El mundo en que se movieron y vivieron los Guzmán en París fue precisamente aquel que luego retrataría con tan poderoso don de recreación Marcel Proust en La busca del tiempo perdido.

Algo de ese mundo llegó hasta la remota y dormida Guayabita. Desde Turmero se atravesaban dos pasos de río, en medio de un alto y tupido bosque de bucares y guamas que cubrían las densas y profundas plantaciones de cacao. Era una penumbra verde, tibia y olorosa a baya podrida de cacao. Al final del recorrido, al fondo de una larga avenida recta, aparecía la casa de la hacienda sobre una pequeña colina. Era una casa alta y grande, de corredores de arcadas y penumbrosas salas, que surgía como un arrecife blanco en medio del mar de verdura.

Para mi imaginación de adolescente tenía cierto aire de palacio de la bella durmiente. Nadie vivía en ella. Los criados iban abriendo puertas y puertas de habitaciones cerradas. Pesados y oscuros muebles de caoba yacían en los corredores. Ornados mecheros de cobre para luces de gas pendían de los techos o se adosaban a las paredes. Había en los muros viejos grabados ingleses con escenas de cacería a caballo. Y lo que más me impresionó, con casi infantil delectación, fue la gran abundancia de trofeos de caza. Eran cuernos y patas de ciervo, muy bien montados sobre escudos de pulida madera, con dos placas de cobre que decían, la de arriba: «Equipage de Mme. la Duchesse d'Uzés», y la de abajo: «Forêt de Rambouillet», y la fecha.

Poco sabía yo entonces de las complicadas cacerías del ciervo, del faisán y el zorro que los aristócratas europeos, con casacas rojas sobre hermosos caballos, al son de las trompas de San Huberto, organizaban en los domesticados bosques de las viejas residencias de los reyes. Pero no dejaba de percibir en aquellos trofeos como una presencia fantasmal de otro mundo y de otro tiempo que poco o nada tenían que ver con el mío.

Más tarde, cuando leí a Proust, volví a toparme con el nombre y la evocación de la Duquesa de Uzés. Entre todo aquel hormiguero de nombres y de títulos, de figuras y de evocaciones, entre aquel complicado mecanismo de las precedencias y de los tratamientos de la noble gente del Faubourg Saint-Germain, aparece junto a otros personajes de la vida real que se mezclan con las creaciones del gran escritor, la Duquesa famosa. Es precisamente con motivo de uno de esos increíbles detalles de usos y matices del trato mundano, cuando la trepadora hermana de Legrandin, la reciente Marquesa de Cambremer, descubre con asombro que la gente aristocrática no pronunciaba la s final de Uzés, sino que decían simplemente Uzé.

Un pedazo arrancado del mundo de Proust, por un juego de azares muy proustiano, había llegado hasta aquella olvidada casa de hacienda de los valles de Aragua.

Sentía desde entonces que en Proust había mucho más que simple creación literaria, y que la búsqueda del tiempo perdido era una increíble empresa de resucitar el pasado, o de rescatar un fragmento completo de él, de una manera milagrosa. Como ocurría con aquella casa de Guayabita.

Ahora, con motivo de los cincuenta años de la muerte del extraordinario escritor, he leído el asombroso libro de resurrección que le ha consagrado el erudito inglés George D. Painter. Es la más completa tentativa de rescate de Proust con todo su tiempo, tejido y mezclado con él, como las algas, el agua y los infusorios del mar suben a la superficie con el cuerpo del ahogado.

Allí está la Duquesa de Uzés, con todos los otros inagotables personajes que poblaron la imaginación y la vida del joven snob de fines de siglo. Es el resultado del método de Proust celosamente aprendido y aplicado a Proust y a su tiempo.

No se ha cesado de escribir sobre Marcel Proust desde que terminó de aparecer su gran obra. A cincuenta años de su muerte, en 1922, su bibliografía crece de un modo continuo e inabarcable. Se ha creado una inmensa curiosidad, una obsesión de conocer quién era y qué hizo aquel hombre extraño, enfermo, caprichoso, supersensible, mal ajustado y lleno de los más irreconciliables deseos.

Cada día más se reconoce la importancia de esa obra. Lo que al principio pudo parecer una rara mezcla de memorias de salón y de novela mundana, en una forma divagante y extraña, ha terminado por constituir, sin género de duda, una de las más grandes creaciones del genio literario. En busca del tiempo perdido es mucho más que una gran novela. En todo caso no se parece a ninguna otra. Es un extraño fruto, casi diríamos una extraña mutación del gran árbol de la novela occidental. En el reducido ambiente muy peculiar que había tomado por tema la novela mundana del París de fines del siglo XIX, este extraño «dilettante», este curioso snob trepador, va a crear una suma artística y humana que casi no tiene parangón.

Los lectores de Proust han tenido siempre la impresión muy dominante de que no era posible comprender su libro y su significado sin conocer su vida y el restringido y curioso mundo en que se movió. Hay en él una conexión más completa y estrecha entre la obra y la vida que en ningún otro autor. Esa gran obra poética es la transcripción de su experiencia y de su circunstancia, y eso es lo que demuestra de un modo incomparable y exhaustivo el Marcel Proust de Painter.

Es como la novela de Proust a la inversa. Se va en él por un viaje de inagotable descubrimiento y de deslumbrante erudición de Proust a la novela. Por largos años, de un modo agotador, Painter ha leído todo lo que escribió el novelista, sus libros, sus cartas, sus esbozos, sus variantes y todo lo que se ha escrito sobre él. Ha hablado con todos los que lo conocieron y aún viven. Ha recorrido los barrios, las casas, los pueblos, ha reconstruido los mobiliarios y los encuentros. Ha restaurado el Illiers —198→ de la infancia, como un arqueólogo, hasta que vemos cómo surge y se hace Combrai con todos sus habitantes, sus casas, sus costumbres y su mercado.

Allí vemos paso a paso cómo Proust llega a darse cuenta de que es Proust y de lo que tiene que hacer, cómo descubre a través de difíciles experiencias y de grandes peligros de perderse su misión, cómo la reconoce y se lanza ávidamente a ella, cómo aquel libro que salía de su vida termina por ser toda su vida y absorberla.

Nada escapa a Painter. Las fuentes y raíces de cada personaje, de cada frase, de cada notación son buscadas y reveladas hasta su más remoto origen. Allí vemos claro el doloroso y oscuro proceso de las relaciones de Proust con su madre y de su inmenso reflejo en su obra. Allí también se agota en la búsqueda más exhaustiva el catálogo viviente del que brotan los personajes. Los varios modelos y fuentes de que están hechos Swann, o Charlus, o la Duquesa de Guermantes, u Odette. Sabemos por fin lo que en Charlus hay ciertamente del Conde de Montesquieu, y del Barón Doassan y de media docena más de caracteres menos influyentes. O cómo la figura de Oriana de Guermantes se compone con una sabia mezcla de rasgos de la Condesa de Chevigné, de la señora Straus y de la Condesa Grefulhe.

El libro de Painter ilumina de un modo extraordinario todo el escenario de esa vida en sus menores rincones. Todo el mundo de la belle époque parece resucitar con sus ritos, sus prejuicios, sus ridículas costumbres, su delicado arte de la etiqueta, y su complejo equilibrio de clases, de títulos y de posiciones.

Desfilan los salones literarios, las grandes damas, los grandes nombres de la aristocracia, el sutil juego de las precedencias, de las maledicencias y de las pasiones. Todo lo que va a ser el rico material que el escritor reelabora para crear su obra y recapturar el tiempo está allí en su estado original. Las cortesanas, las actrices, las intrigas de sociedad, las grandes luchas políticas, la presencia de los escritores y los artistas y todas las fórmulas finales de un refinamiento social condenado a morir.

No creo que ninguna explicación haga falta para poder entrar en una obra de arte. Una obra de arte tiene una propia y eminente autonomía que la hace suficiente en todos sentidos. Sin embargo, en el caso de Proust, que es en el fondo un memorialista a la Saint-Simon de un tiempo muy peculiar, toda esta preparación no puede menos que ayudar no sólo a comprender su obra sino la muy peculiar y estrecha relación que había entre su vida y su narración.

Painter no se detiene ante nada. En la búsqueda del fondo de la experiencia proustiana llega hasta los más repugnantes e inconfesables hechos. Las relaciones con Agostinelli, el descenso a Sodoma, el infierno de sus instintos incontrolados, la morbosa condición de su sensibilidad, la abyección, casi expiatoria, de ciertos gestos, están allí para retratar al hombre verdadero y su circunstancia.

Es un tiempo que ya tiene el evidente encanto de las cosas irremediablemente desaparecidas. Painter recrea la vida superficial y complicada de la alta clase francesa e internacional, que se reunía en los salones de París en los treinta o cuarenta años anteriores a 1914. La gente para quien lo más importante era ser invitada al salón de moda, besar la mano de la princesa Matilde o de la Gran Duquesa Vladimiro, hacer la reverencia ante la última reina de Nápoles o fumar con el Príncipe de Gales.

Y también, una vez al año, lograr ser invitado, de traje de amazona o casaca roja, a la caza de ciervos de la Duquesa de Uzés en el bosque de Rambouillet. Al regreso, por la tarde, en el patio del castillo, se exhibían los trofeos. Ciervos lustrosos y zorros encendidos tendidos ante la jauría blanca y negra con sus aullidos que se mezclaban al son triunfal de las trompas de los monteros.

De esos trofeos fue el hallazgo de mi adolescencia en los corredores frescos y oscuros de la hacienda Guayabita. De una manera muy proustiana, todo Proust estaba allí esperando que yo supiera hallarlo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 65-73.

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